Confieso que he sobrevivido

Epigmenio Ibarra

La guerra es una especie de hipoteca perpetua que te corroe por dentro y cuyos plazos te van cobrando con creces el privilegio de haber salido con vida.

Quien ha vivido una guerra queda marcado para siempre. Sufre una especie de discapacidad emocional. Cojea del alma, pues. Después de ver a los hombres matarse entre sí cuesta mucho insertarse de nuevo en la cotidianidad, vivir así, como se dice, "normalmente". Uno anda siempre receloso esperando lo peor. El miedo -que uno descubre en verdad cuando mira de frente los ojos de la mujer amada y de los hijos- se vuelve, aun disfrazado de temeridad, una segunda piel. Y es que a fuerza de haber desperdiciado tanta oportunidad de morir uno se sabe en deuda con la vida y espera que ésta le cobre de tajo. Aquella bomba que no cayó exactamente en el sitio donde uno se refugiaba, el disparo del francotirador que rozó la cabeza, el titubeo de un jefe que estaba a punto de ordenar un fusilamiento, la rabia del asesino que sólo por azar cayó sobre otros, los 3000 tiros por segundo de un mini cañón gatlig de un helicóptero artillado de los cuales ni uno solo te alcanzó. Todo esto se acumula en la memoria y en el corazón. No hay amor, afecto, momento que no se viva con una dosis profunda de angustia. Con prisa. En el borde del precipicio. La guerra te roba para siempre la serenidad.

Escribo esto pensando en mi mujer, en mis hijos y en mis sueños. Porque la guerra, además de la serenidad, te secuestra y entonces das a los que amas sólo retazos de ti mismo, lo que te queda como sobreviviente que, desgraciadamente, no es demasiado. Y cómo darse todo si uno anda todavía como a salto de mata esperando que en la siguiente "sí te toque" o, peor, que le toque a los que ama. Porque en la situación de combate uno se curte o cree que se curte hasta que la supuesta valentía, es decir la resignación, se derrumba, cuando jugando con una de tus hijas oyes pasar un helicóptero y te dan ganas de echarte sobre ella para cubrirla. Ver tanta muerte extiende sobre todo lo que miras un velo de tristeza profunda. La guerra, pues, es una especie de hipoteca perpetua que te corroe por dentro y cuyos plazos te van cobrando con creces el privilegio de haber salido con vida.

Hace muchos años que no estoy en situación de combate y aún todas las noches en mis sueños se cuela la guerra. El verde de los uniformes, el sabor penetrante y agrio del sudor y la adrenalina mezclados, el almizclado olor de los muertos tirados en el campo o calcinados dentro de las trincheras en las calles. Se cuela la angustia de saberse perdido. El temblor oscuro que dejan dentro de uno las ondas expansivas de los rockets o las bombas.

Yo que viví la guerra tangencialmente. Como testigo. Como cronista. No me la puedo quitar de encima. No importan los años que hayan pasado desde entonces. Imagine entonces usted qué puede pasar a un niño de Sarajevo o de Ramalah. A un campesino colombiano. A una madre de Ruanda. Con qué velocidad, con qué masividad somos los seres humanos capaces de producir tragedias. Porque la vida de alguien que ha visto matar y morir, que ha vivido atenazado por el temor, marcado por la impotencia y el odio es para siempre, a partir de ese momento, la de un invalido. Vaya, lo que quiero decir es que a pesar de los finales heroicos de las películas, en rigor, no se salvan ni quienes sobreviven.

Sé que el hombre se las ingenia para cerrar todos los caminos. Que es tal la estupidez que, como diría el viejo Marx, hemos hecho de la violencia la partera de la historia. No quiero hacer de éste un alegato pacifista. Sé que hay guerras que no pueden evitarse. Que hay alzamientos justos y necesarios. Confrontaciones que obedecen a intrincados entramados geopolíticos. Que a los tiranos como Hitler hay que darles duro. Lo jodido es que a veces quisiera pensar que las cosas han cambiado y que en esta era de la comunicación nada más fácil que hablar y ponerse de acuerdo. También quisiera pensar que ya no hay espacio para los tiranos y entonces caigo en la cuenta de que los imbéciles y sus guerras contra Satán y en defensa de Dios y la civilización occidental pueden ser aún más peligrosos. Dice el refrán popular que nadie tiene la vida comprada. Es cierto. La guerra siempre, aún cuando todo parezca calmo, está a la vuelta de la esquina.

Escribo porque quiero de alguna manera exorcisar mis demonios. Explicarme a mí mismo. Me lo debo y lo debo a quienes me aman, a mi mujer, a mis hijos, a mis compañeros de vida y de trabajo. A quienes sufren, porque eso es lo que pasa a quienes nos rodean, esta dudosa sobrevivencia que la guerra te deja. Escribo porque parte de la invalidez es la incapacidad de gritar, de llorar "con el llanto de un becerro que a perdido a su madre", como diría el poeta español Pedro Garfias, por todo el sufrimiento ajeno registrado. Escribo pensando en los niños de Sarajevo, en aquél otro que filmé en el regazo de la madre en un hospital iraquí, o en el "cipotillo" -así le dicen a los niños en El Salvador- que apresuraba amorosamente a su madre "van a bombardear mamá... camine más rápido" le decía mientras la ayudaba con unos cuantos bultos que eran todas sus pertenencias.

Vi y registré la muerte muchas veces. Me marcó para siempre el hecho de ver al hombre capaz del más extraordinario de los heroismos y la más abyecta villanía. Vi al hombre homicida confeso y satisfecho y también vi al héroe, al que nadie recuerda, pero cambió el mundo, al menos su mundo. Vi al hombre capaz de las grandes hazañas, de los más profundos actos de entrega y lo vi también sediento de sangre, ansioso de aniquilar a quien por razones o sin ellas consideraba su enemigo. Vi a los políticos desde sus escritorios, en la televisión, en la tribuna parlamentaria argumentar, justificar, impulsar la masacre. La guerra, al fin y al cabo, como diría Clausewitz, no es sino la prolongación de la política por otros medios. En fin, parafraseando a Neruda, en este acto extraño de autoexorcismo: Confieso que he sobrevivido.

Escribo esto pensando en que los norteamericanos que pelearon en Viet Nam salían, después de dos años, enloquecidos directo al manicomio.

MilenioDiario,
México, 11.10.02