Pensar la oposición

Tulio Hernández

Publicado en El Nacional, 26 de enero de 2003.

Escribo estas notas el jueves 23 de enero, después de haber presenciado la manifestación oficialista.

Me he impuesto como tarea ver las concentraciones con mis propios ojos, para no depender de versiones interesadas. Y en esta oportunidad, luego de observar las dimensiones de la movilización y el entusiasmo de los participantes, sin obviar que se trataba de un acto nacional con una gran inversión oficial, he regresado haciéndome preguntas sobre qué está pasando realmente en el país.

No cambia para nada mi convicción de que el presidente Hugo Rafael Chávez Frías es en verdad un problema mayor para Venezuela.

Que mientras gobierne y actué como lo hace –incontinente verbal, desafiante, caprichoso, predicador de la violencia, irresponsable con la economía, amateur con las instituciones –, el país no tendrá gobernabilidad, estabilidad, normalidad ni futuro posible.

Pero luego de permanecer durante casi dos horas a la altura de Bello Monte, viendo pasar una marcha que ocupaba los dos pisos de la autopista Francisco Fajardo, con un volumen que se acerca al que hemos visto desde el mismo punto en la marchas de la oposición, lo menos que puedo pensar es que, efectivamente –más allá de Chávez, incluso independientemente o a pesar de él– existe un numerosísimo grupo de venezolanos cuya voluntad política se ha colocado, de modo decidido, en franco rechazo de las élites tradicionales, y cuyo peso no puede ser ni desconocido ni subestimado a la hora de pensar el futuro del país.

No vale la pena someterse a engaño. No eran los 6 millones que dijo el Presidente. Tampoco negar las evidencias, como lo hacía esta mañana una vecina del lugar que, ante la monumentalidad de la marcha, afirmaba que se trataba de 200 mil colombianos traídos por el Gobierno desde Cúcuta. Esta multitud –que sigue apoyando a un gobierno que no tiene una obra tangible que mostrar y ha sumido a la nación en un peligroso juego de odios, actos violentos, pugnacidades y forcejeos – tiene convicciones profundas que ni siquiera la adversidad económica, la ineptitud oficial y la prédica mediática han logrado derribar.

El asunto es como para sospechar que algo anda mal, que el discurso opositor tiene serias limitaciones para dialogar con esa parte del país y que el paro, en lugar de debilitarlas, ha fortalecido sus convicciones.

Es como para tomarse en serio los alertas que, a contracorriente de lo que parece mayoritario, políticos veteranos, como Claudio Fermín y Eduardo Fernández, o economistas con experiencia, como Miguel Rodríguez y Moisés Naím, han venido emitiendo en las últimas semanas, venciendo el chantaje de que no se debe criticar la acción opositora porque se fortalece a Chávez y su horror.

Si somos sinceros, tendríamos que aceptar que algo no calza en este rompecabezas. O nos faltan piezas o estamos colocando mal las que tenemos. Porque, ¿cómo se explica que después de casi dos meses de un paro cívico convocado por la más importante central obrera del país, en asociación con la más poderosa cámara empresarial y la más estratégica industria estatal, la petrolera, más el respaldo durante las 24 horas del día de las grandes plantas televisoras y de una decena de partidos políticos, el Gobierno siga con vida y ni siquiera haya pestañeado para aceptar cualquiera de las salidas propuestas en la mesa de negociación? Las dudas deberían inquietarnos.

O el gobierno de Chávez es más sólido y consistente de lo que creíamos, como para permitirse el lujo de negarse al más mínimo gesto de negociación y sobrevivir a esta concertación de fuerzas en su contra, o la CTV y Fedecámaras no son tan poderosas como se podía suponer. O la dirigencia opositora es más ineficiente e inexperta de lo que algunos habíamos pensado, y su sector democrático sigue pagando con elevados intereses el error histórico de no haberse distanciado del sector golpista. O hay un equívoco de fondo, una grave falla ab origine en la idea misma de que era legítimo y posible salir de Chávez de inmediato, no importa cuál fuera el método ni los costos que tuviera que pagar el país.

Es duro aceptarlo, pero si llegamos al referéndum de agosto (como muchos advirtieron desde el comienzo que era vía más expedita y legal), o si tenemos que seguir el camino de la enmienda constitucional (como lo predicaron hace mucho tiempo organizaciones de la sociedad civil, con el rechazo de los más radicales de la oposición), se hace imperioso evaluar el tipo de oposición que hasta ahora se ha realizado. Habrá que preguntarse si valían la pena las modalidades de conflicto extremo que se han desarrollado y si los costos sociales, del paro por ejemplo –la quiebra de muchos, el desempleo de otros, las penurias de todos–, tenían justificación.

Se ha puesto de moda, especialmente entre algunos moderadores de programas de opinión, decir que ya no la vale la pena discutir si el paro era pertinente o no.

No vale la pena llorar por la leche derramada es la frase utilizada.

Tengo la impresión de que se trata de una respuesta evasiva. Porque si de verdad creemos que de este conflicto va a salir un país mejor, es indispensable evaluar por qué se derramó la leche, es decir, cuáles han sido los modos de hacer oposición. Prefiero pensar en aquella frase que escribió Ibsen Martínez, hace dos semanas en estas mismas páginas, cuando nos explicó aquello de que "nos dijeron que no podíamos esperar hasta agosto porque Chávez iba a quebrar el país, así que decidimos quebrarlo nosotros antes, lanzando el paro". O recordar lo que dibujó Ignacio Ávalos en su carta a Juan Fernández, publicada en El Universal, en la que más o menos con la misma lógica demostró "que cuestionábamos la politización de Pdvsa por parte del chavismo y, para frenarla, politizamos la empresa como nunca antes había ocurrido".

La conclusión obvia es que ambas dirigencias han sufrido el efecto de la subestimación del otro. El sector que impuso la idea del paro petrolero creyó que bastarían unos pocos días sin gasolina para que la nación se detuviera y el Presidente, atemorizado, huyera de Miraflores, o para que los militares descontentos se envalentonaran por el paro de la más estratégica empresa nacional y se rebelaran. El Gobierno, por su parte, creyó que el paro no pasaría de unos pocos días, que era imposible paralizar la industria petrolera, que los empresarios, al sentir la dimensión de las pérdidas, abrirían rápidamente sus puertas y que la presión social haría regresar rápidamente la normalidad a los centros educativos.

Nada de eso ha ocurrido.

Es una situación paradójica.

Nuca antes la sociedad estuvo tan movilizada como ahora, pero nunca antes el país estuvo tan paralizado como hoy. Hay juego pero no hay goles ni carreras.

Nadie encesta. Del Gobierno lo sabemos todo o casi todo. Ahora es indispensable pensar –destrancar sería el término– la oposición.