Adiós querido Ibsen

Elizabeth Fuentes

TAL CUAL JUEVES 25 DE ABRIL DE 2002

Justo cuando todo el mundo anda de amapuches y diálogo, viene Ibsen Martínez a descubrir, ¡eureka!, que los dueños de los medios de comunicación ejercen su autoridad cuando les conviene y como mejor les parece, incluyendo VTV y Radio Nacional, dos poderes que no mencionó en su indignada crónica de despedida el sábado pasado.

Y esta revelación, querido amigo, tiene una explicación facilita para quienes llevamos años en el oficio y va más allá de tu ingenuidad: eres un excelente columnista pero jamás has sido reportero ni has cubierto una fuente, ni te calaste el ceño fruncido de Mario Delfín Becerra ante los ministros de turno presionando porque te botaran o a los amigos del editor. No sabes lo que es torear a los jaladores de siempre pidiendo una entrevista, a los que te dejan de saludar apenas quedas desempleado o bajar hasta los sótanos de la Disip a contestar pendejadas. Y mucho menos sabes lo que es ganar un sueldo miserable por todo eso.

Por ejemplo, un buen reportero habría averiguado el nombre del fotógrafo cuya memoria dices se ha visto pisoteada por el silencio de los canales. Fue Héctor Rondón, querido Ibsen, un tipazo más buena gente que el pan, quien se ganó el Pulitzer con aquella imagen del Porteñazo, lograda no sólo porque su valentía lo metió entre las balas sino, pequeño detalle, las armas entonces nunca apuntaban a los fotógrafos ni eran los reporteros parte de la guerra. Igual fue en Normandía y en la Guerra Civil Española y en la Revolución de Octubre y hasta en Pekín. Que si las nalgas de Oriana Fallaci sufrieron daños colaterales en Tlatelolco no fue precisamente porque su fundillo fuera objetivo fundamental de la lucha revolucionaria. En todo caso, corrió con más suerte que el fotógrafo Jorge Tortoza.

A los reporteros de verdad no nos sorprende casi nada, Ibsen. Siendo estudiante me gradué de periodismo real en la oficina de Miguel Angel Capriles una mañana que llamó al personal para advertir que José Vicente Rangel tenía un problema -su auto estaba involucrado en un asalto- pero eso no se debía tocar "porque es amigo de esta casa". Salí disparada del Bloque De Armas porque "don" Armando nos quería obligar a marcar tarjeta. Renuncié a un alto cargo en El Diario de Caracas al día siguiente que Rodolfo Schmidt sustituyó en la jefatura de redacción nada menos que a Tomás Eloy Martínez -quien nos dio un posgrado no sólo de periodismo sino en calidad humana- y lo primero que hizo Schmidt fue censurar una nota sobre Argelia Laya "porque aquí no salen negros ni comunistas". Luis Herrera me envió a los sótanos de la Disip porque entrevisté a un brujo que auguraba su caída. En pleno reinado de la Ibáñez, el ministro del Interior nos botó de La Viñeta porque nuestras preguntas no eran pertinentes, y puja que puja, se publicó gracias al coraje de Alberto Quirós Corradi. A Nelson Hippolyte lo interceptó la Disip después que habló con Gladys de Lusinchi y renunciamos en cambote a Feriado en solidaridad con Luis Alberto Crespo, destituido por la publicación de un reportaje sobre la casa nueva de los Cisneros: Franklin White sostenía que el periodismo era para ganar amigos. Mi anecdotario cierra con la administración Carmona, cuando periodistas y locutores del canal 8 se fueron a Radio Capital para denunciar las presiones a que eran sometidos para que las noticias salieran como convenía al Gobierno y trataran al teniente coronel con honores de emperador.

No Ibsen, los verdaderos reporteros descubrimos el agua tibia hace tiempo y sabemos rapidito cómo se manejan los poderes y cómo algunos utilizan a periodistas y columnistas como carne de cañón. Y así como lloramos ante el asedio a que fueron sometidos canales y emisoras por bandas de delincuentes y nos estremecimos ante la valentía de Luis Alfonso Fernández y Julio Gregorio Rodríguez para conseguir la imagen de emeverristas disparando a mansalva (la única verdad que poseemos hasta ahora de los hechos del 11A), seguimos creyendo, como el Gabo, que este es el mejor oficio del mundo. Y que no hay que achicopalarse.