Tomado de: www.analitica.com

Palacio Presidencial de Miraflores, Caracas, 29 de agosto de 2002

Me ha sido conferido el honor de pronunciar, en nombre de los ilustres venezolanos a quienes hoy se otorga la más alta de las distinciones humanísticas con que la nación reconoce a sus trabajadores culturales, las palabras de rigor a que la gratitud obliga en actos como éste.

Tal honor, sin embargo, no me concede otra potestad que la única que en nombre colectivo puedo ejercer por delegación: la de agradecer humildemente la distinción que hoy nos enaltece y nos congrega.

Lo demás, cuanto de aquí en adelante diga, sólo bajo mi personal deber y mi solo compromiso rezará.

Y lo hago desde este lado del corazón. Del lado del país que soñé y sueño. Del lado de los humillados y ofendidos que cifran una vez más esperanzas y esfuerzos en una voluntad de redención a la que me he suscrito sin reservas desde que mi ser sensible le impuso a mi razón la poesía. Del lado de los seres invisibles que ahora nuevamente, como desde los lejanos tiempos de la independencia y la federación, tórnanse otra vez visibles. Del lado de los trabajadores de la cultura que venciendo incomprensiones, desamparos, estrécheles y pobreza entregan saberes y afanes al servicio de los demás. Del lado en fin de los seres sensibles, cualquiera sea su hacienda o condición, para quienes no existe mayor bien que la justicia, mayor entrega que la solidaridad ni mayor virtud que la dignidad.

En primer lugar me pregunto si un acto como éste tiene alguna significación o importancia en un país signado por los grandes desequilibrios sociales y políticos que han caracterizado a nuestra patria a lo largo de su historia.

La respuesta no ha de ser, por supuesto, concordante y unánime, excepto entre quienes piensan o tienen el hecho cultural como vana entelequia o inútil aderezo o atavío fugaz y transitorio de los pueblos.

Pero tampoco entre quienes pensamos lo contrario la respuesta. será concordante y unánime. En un papel de trabajo para la exposición de motivos de los derechos culturales consagrados en la Constitución de 1999 me atreví a sostener algunas ideas que ahora, en este acto, no puedo soslayar.

A partir del momento histórico-biológico en que la sensibilidad y la razón nos elevaron de lo animal a lo humano, la. cultura se convirtió en la huella de identidad del homo sapiens. Ese proceso no ha cesado: forma parte de la interminable búsqueda del perfeccionamiento y la felicidad. Él es, por sobre todas las cosas, como escribe el poeta William Ospina, un proceso que interroga la vida y la muerte, la enfermedad y la belleza, la infancia y la vejez, los afectos y las esperanzas, los saberes y los oficios, el sueño y la vigilia, la memoria y el misterio, el tiempo y la naturaleza. "Algo que no los interroga sólo desde el rigor de la razón y desde el pragmatismo de las estadísticas sino desde los múltiples lenguajes de la tradición, del afecto, de la solidaridad y de la imaginación".

Por la cultura pertenecemos a un país, nos miramos en las fuentes de nuestro ser social. Por ella aprendimos a defender espíritu y tierra ante todo invasor, por ella enfrentamos las pretensiones hegemónicas de los imperios, las degradaciones del atraso y el estancamiento, las carencias o los abismos de nuestras resoluciones e irresoluciones. Por ella accedemos a los cauces vivos de nuestra identidad, pero por ella también aprendemos a reconocernos en el otro, a ver en el otro el complemento que nos falta. Por ella, sólo por ella, podremos superar el subdesarrollo y la pobreza.

Cuando en la Asamblea Constituyente se discutían los derechos de los pueblos indígenas venezolanos, los constituyentes indígenas y los miembros de la Comisión hubimos de librar una batalla de comprensión y convencimiento ante lo que algunos tenían por aberración o por conjura: otorgar a nuestros pueblos originarios los derechos que a lo largo de la historia republicana venezolana les habían sido negados, entre ellos uno vital para su supervivencia y desarrollo: el derecho constitucional a sus lenguas y territorios. Recuerdo entonces un episodio altamente emotivo para mi. Solicité el derecho de palabra y leí este poema: Sobre salvajes.

Los derechos indígenas fueron finalmente aprobados por la inmensa mayoría y constituyen uno de los más hermosos capítulos de nuestra Constitución. "Los pueblos indígenas, dice el artículo 121, tienen derecho a mantener y desarrollar su identidad étnica y cultural, cosmovisión, valores, espiritualidad y sus lugares sagrados y de culto. El Estado fomentará la valoración y difusión de las manifestaciones culturales de los pueblos indígenas, los cuales tienen derecho a una educación propia y a un régimen educativo de carácter intercultural y bilingüe, atendiendo a sus particularidades socioculturales, valores y tradiciones".

De este modo fue posible vencer la intolerancia y la segregación. Porque toda cultura es, al contrario de lo que se piensa, la negación de la exclusión.

Expresa un documento de la Unesco que no puede existir desarrollo económico ni social sin desarrollo cultural. ¿Cuántos libros de sus escritores e investigadores publica un país, cuánta música de sus compositores y ejecutantes transmiten sus medios, cuántos filmes de sus cineastas se proyectan, cuánta programación de radio y televisión se eleva sobre la banalidad, la violencia y la estupidez? No sé si peco de optimista por pensar que la política no debe abrigar fin más alto que sustraer a los pueblos del atraso, la ignorancia, la miseria y la desespiritualización mediante la inversión, estímulo y apoyo prioritario a los procesos culturales y a su herramienta mayor la educación.

Desde que en 1970, en la Conferencia de Venecia, la Unesco consideró definitivamente imprescindible y vinculante el desarrollo de las instituciones culturales con el de los procesos democráticos y solidarios, los países europeos abrieron primero sus ventanas y luego sus puertas a una nueva realidad que en buena medida contribuyó a las políticas de integración de la hoy recién constituida Unión Europea. Del 1 % del total del presupuesto nacional que en 1970 se consideró como deseable para el desarrollo cultural (sin incluir por supuesto el destinado a educación), se fue pasando progresivamente al 4% que en la actualidad el organismo internacional ha establecido y que en algunas naciones como Francia sobrepasa holgadamente esta cifra.

Estadísticas reveladoras, tan lejanas a la palabra poética., indican que el desarrollo cultural, que no tiene por qué ser redituable en términos económicos, a veces puede deparar sorpresas.

En Italia, por caso, en 1998, de los 75 mil millones de dólares que ese país obtuvo por turismo, 25 mil millones de dólares, es decir, el 33%, fue generado por el turismo cultural.

Hace tres años, en una intervención en el Ateneo de Caracas, el intelectual español Fernando Vicario mencionaba otras cifras: cada millón de dólares invertidos en cine genera aproximadamente 160 (ciento sesenta) puestos de trabajo. El mismo dinero invertido en la industria automotriz sólo 6 (seis) puestos.

En los últimos años (hasta 1998) la industria mundial de la música había multiplicado por cuatro su facturación: de 12 mil millones de dólares en 1981 a 45 mil millones en 1998.

En todo el planeta la industria audiovisual facturó en 1998 un estimado de 300 mil millones de dólares. En el Mercosur la industria audiovisual quintuplicó su aporte al total del negocio interno de los cuatro países latinoamericanos, significando casi 1% del total negociado. Las exportaciones editoriales españolas a América Latina significaron en 1998 un total de 52 mil millones de pesetas, es decir, más de 370 millones de dólares.

Estas cifras son suficientemente elocuentes aunque ellas no sean más que la derivación de una realidad que en el caso de muchos de nuestros países se halla mediatizada o maniatada. Hace algunos años, cuando el Ministerio de Cultura colombiano intentó negociar con las distribuidoras de películas de ese país (casi todas de capital estadounidense o asimiladas a éste) un porcentaje para el cine colombiano y latinoamericano, el gobierno de los EE.UU. se opuso alegando el libre mercado y amenazando con aplicar un régimen de restricciones a la importación de flores y frutos colombianos bajo el pretexto de proteger a sus propios productores. Basta echar una ojeada a las carteleras cinematográficas en nuestro país para corroborar esta dramática realidad.

En la pasada Asamblea Constituyente me fue otorgada la misión de redactar, amén del Preámbulo que consagra la cultura por primera vez en nuestra historia constitucional como un derecho fundamental de nuestro pueblo, el articulado que conforma los derechos culturales allí reflejados.

No fue tarea fácil, dadas las entusiastas expectativas, numerosas propuestas ingentes necesidades, redactar en cuatro artículos las líneas maestras de la acción cultural de la nueva realidad política. Miles de trabajadores culturales, organizados o no, acudieron a la Asamblea, cientos de documentos y diagnósticos llegaron desde todo el país. Traían ellos no sólo ilusiones: también el convencimiento o la intuición de las bondades de la acción cultural y del papel de las leyes y del Estado y de los gobernantes en su avance y proyección. Traían el anhelo de que las casas de juego dieran paso a las de cultura, y que éstas forjaran nuevas visiones de la vida y de la historia en las comunidades. La aspiración de que el inmenso garito en que el país se convirtió fuese transmutado en multiplicada acción creadora y colectivamente útil. De que la banalización de la existencia diese paso a la imaginación y al deslumbre. De que los museos, los centros de investigación, los institutos de arte, las casas de las legas y de la poesía, despuntaran sobre las precariedades y la indiferencia del Estado. De que los festivales del libro sustituyeran a los del vicio. De que la ramplonería, en fin, se transformara en poesía.

Luis Cardoza y Aragón decía que la poesía es la única prueba concreta de la existencia humana.

Estos anhelos, supongo, devendrán en un largo proceso. Pero no me resigno a las postergaciones. "Donde hay cultura no hay miseria", nos dijimos entonces, compartiendo aquellos anhelos colectivos. Aprendimos que las verdaderas transformaciones se operan en las conciencias y las conciencias se hacen sensibles y sabías mediante los valores que sólo puede otorgar una acción cultural que tenga como norte el respeto, la libertad, la dignidad, la tolerancia y la belleza.

Cultura y educación son inseparables, sólo que la cultura es el contenido y el proceso educativo el método. Cultura y educación han de ir juntas, pero ambas en sus autonomías y especificidades, tal como lo consagramos en el texto constitucional aprobado directamente por el pueblo. Educar no es sólo instruir, educar es culturizar. Instruir es enseñar destrezas, educar es, además, inculcar valores.

Estos valores zoo son nuevos. La humanidad los ha hecho suyos para intentar redimirnos de la postración y de las injusticias. Los ha hecho suyos para elevarnos sobre el horror que el egoísmo de unos pocos pretende instaurar como sistema sagrado o solución final.

Esa minoría privilegiada que usa sus sinrazones y sus artilugios para intentar detener la historia, ha impuesto su sistema crematístico de discriminaciones y racismo, de coacciones y avasallamientos, de nuevas servidumbres y nuevas tiranías en nombre de la libertad.

En nombre de la libertad atiborra al mundo de armas, destruye los bosques, envenena los mares, contamina los cielos y el aire, infecta los ríos, saquea y derrocha los bienes n renovables de la tierra, convierte las ciudades en infiernos motorizados y celdas de, transforma el amor en pornografía y el individualismo en virtud, vuelve ancianos a los niños y niños a los ancianos, promueve la violencia humana y el desprecio a la vida, hace más pobres a los pobres y más ricos a los ricos y justifica sus vicios y sus aberraciones atribuyéndoselos a quienes carecen de respuestas.

Algunos intelectuales en su nombre hablan del fin de la historia. Un final en donde sólo ha de reinar el mercado y sus leyes inexorables. Hace algún tiempo escribí, a propósito de ello, este poema:

Fin de la historia

"El capitalismo es el fin de la historia" M. V.

Pero en fin, acaso digo estas palabras porque no soy más que un militante del partido de los soñadores. No me avergüenza decirlo. En un mundo ganado para la razón pragmática no me avergüenza confesarlo. Un soñador que aspira para los seres invisibles, que es la inmensa mayoría en todo el mundo, una vida que pueda llamarse verdaderamente vida. Un soñador para quien los sueños no son pura ilusión ni vana melancolía, sino conciencia sensible de quien aún confía. en los otros y ama y lucha con y por los otros. Un soñador finalmente que se atrevió a escribir estos versos sobre los soñadores que, estoy seguro, abundan en esta sala y en todos los rincones del ancho mundo.

Sobre salvajes




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