¿Paro o golpe de Estado?

Domingo Alberto Rangel

Los días del paro, pasivo o activo, recorrí a pie todo el bulevar de Sabana Grande desde Chacaíto hasta la Torre Lincoln. Soy un peatón empedernido que usa los grandes medios colectivos de transporte y para llegar complementándolos a la oficina o al cafetín, mido cuadras enteras a pie. No vi paro alguno. Pocos, muy pocos establecimientos habían cerrado sus puertas. Y vi un detalle significativo: los negocios cerrados venden todos ellos artículos como joyas, electrodomésticos, aparatos de sonido; vale decir, cosas de lujo o bienes durables de consumo. Los negocios abiertos venden todos ellos bienes más modestos, pero más indispensables para el subsistir humano. Estaba allí la divisoria de clases de nuestra sociedad. Cerrados aquellos establecimientos, tales como las joyerías o las tiendas de la moda; el bienestar o el lujo tienen sus clientes en la burguesía o la clase media. Abiertos los negocios de la arepa, el blue jean barato, el cafecito de la mañana o la farmacia donde la gente pobre compra ese remedio universal que es la aspirina.

Caminando aquel bulevar observé que no había en las esquinas algo que es clave o elemental en un paro: el agitador u organizador que explica a las gentes las razones del conflicto o excita a quienes tuvieran sus establecimientos aún abiertos a cerrarlos. Tonto o atrasado yo, de eso se habían encargado o estaban encargándose las plantas televisoras que convirtieron sus transmisiones en un solo programa noticioso dedicado al paro. Creo que si los marcianos llegaran a invadirnos no conseguirían acaparar de tal manera la pantalla.

El barrunto de golpe

Creía yo, recorriendo aquel bulevar, que se trataba de un paro cívico de dudosos motivos, pero concebido o desplegado como factor de presión válido en un conflicto de clase. Pero varios incidentes en los cuales fue protagonista la Guardia Nacional, me llevaron a pensar de otra manera. La Guardia Nacional dispersó mediante gases lacrimógenos a una muchedumbre reunida en la "plaza de la meritocracia" de Chuao. Los militares arrochelados en Altamira enviaron a ese teatro –hay que utilizar esta palabra porque todo este proceso tiene lejanos barruntos de guerra– a un general de división perteneciente a tal rama de la Fuerza Armada. Y al general le arrojaron su granada lacrimógena. En aquel momento, viendo yo por la TV al general arrojado al suelo y cubriéndose la cara con un pañuelo protector, vino a mi mente un recuerdo de tantas lecturas que va acumulando la vida. Más de un golpe o insurgencia ha comenzado por el alzamiento en plena calle de un cuerpo militar enviado a sofocar un brote de violencia. El general fue a la "plaza de la meritocracia" a provocar con su presencia la rebelión de aquella unidad militar allí desplegada, pero encontró tal inusitada sorpresa de hostilidad que cambió tal vez la arenga por el pañuelo.

Después, en un café de Sabana Grande, un viejo periodista me dijo que el golpe iba a empezar justo por la Guardia Nacional. Es raro, le contesté, porque aquí los golpes se inician por el Ejército o la Marina.

El mitin de Altamira

Sin embargo, la especie que me daba el periodista encontró inmediata confirmación. Poco después o al día siguiente, los recuerdos se atropellan por la misma TV.

Los canales todos, en la tácita cadena que ha existido entre ellos, ponían en la pantalla la imagen de un oficial de la Guardia Nacional, recién incorporado al grupo de Altamira, quien, desde aquel lugar que se ha convertido en remedio de aquella famosísima plaza de Londres, donde es ilícito decir cualquier cosa, decía que en 1990, cuando Hugo Chávez le propuso conspirar, transmitió ese dato a los cuerpos de inteligencia de la Guardia o del Ministerio de Defensa. Un delator convertido en adalid. Ni Kafka habría concebido un personaje menos adecuado para atizar una rebelión. Los militares de Altamira han apuntalado como pocos a Hugo Chávez. Su gracia se ha trocado en morisqueta desde hace tiempo. ¿Quién paga, a propósito, los servicios de lencería que presta a esos militares el "apartotel" situado muy cerca de la plaza Francia y por cuenta de quién corren los "tres golpes diarios" de toda subsistencia? Por respuesta voy a soltar una impertinencia.

Nosotros, los que conspiramos contra Pérez Jiménez y Betancourt, ¿cuanto habríamos dado por que alguien nos pagara una arepa reina pepeada o nos brindara un rancho para alojarnos? A nosotros nos tocó complotar a la intemperie y no tuvimos plaza de Altamira, sino penitenciarias de San Juan de los Morros o cuarteles San Carlos. Y aquí seguimos, montados solos.

¿El rostro del fascismo?

Estos episodios del paro, las cadenas tácitas de TV y las muchedumbres, me han demostrado cuán encarnizada y feroz puede ser la reacción derechista. En Las Mercedes he visto esos excesos de la canaille dorée, como la llaman los franceses. Cerca de mi casa hay dos negocios, uno de ellos, La Crocantina, vende exquisiteces y el otro, Katia, es un cafetín de comida árabe. A ambos se les obligó cerrar. Vi, desde pocos metros, cómo una muchedumbre de damas piadosas amenazaba a los dueños de aquellos negocios con quebrarles las vidrieras. Al día siguiente de este episodio, no pude tomar el metrobús en Chacaíto para llegar a mi casa e hice ese recorrido hasta Las Mercedes a pie. En la avenida principal de Las Mercedes vi, a pocos pasos del automercado Cada, al dueño de un puesto de periódicos, situado frente a la bomba Texaco, arrojar lágrimas. Se le había obligado a cerrar el kiosko. El hombre me dijo, mientras corrían las gotas por sus mejillas, que a la Casa del Llano, muy cerca de aquel lugar por la avenida Río de Janeiro, le habían roto dos cristales. Quiero decir algo que pertenece a mis principios: Venezuela no retrocederá a los tiempos de Betancourt o de Pérez Jiménez. Nada tengo en común con Hugo Chávez y lo he combatido desde el día en que triunfó por primera aquel 6 de diciembre de 1998. Muchos dueños de canales de TV y de periódicos que hoy le combaten, palmotearon sus espaldas embargados por el goce. Sigo siendo enemigo político de Hugo Chávez y lo seguiré siendo. Pero no soy tan cretino para abrirle las puertas de un país, que a mí me ha costado cárceles y aislamientos, al fascismo más sanguinario.