¿La hora del relevo?

Ibsen Martínez

Opinión
Dirían en mi tierra: "su palabra vaya alante"

"A pesar de vocè manhà a de ser otro día... Vocè que invento a tristeza, agora tenga a fineza de desinventar..." Chico el Buarque

La sobreexposición televisiva entraña graves riesgos para el protagonista: lo que ganas en visibilidad puedes perderlo para siempre en el pantano de la rutina y el descrédito.

Tome usted el caso de Carlos Ortega y Carlos Fernández, un dúo familiar a los venezolanos de la era postpetrolera que apenas comenzamos a vivir.

Hace pocas semanas, la televisión los captaba en "plano medio" y en la mente de más de un televidente se formaba la fórmula: "he ahí a la CTV y he ahí a Fedecámaras". Pero, últimamente, el mismo televidente los veía y del cerco de sus dientes escapaba una acre sentencia equivalente a: "¡ahí está otra vez el Par Disfuncional".

En su inconmovible horario vespertino, al paso de estos cincuenta y tantos días que hoy llegan a sesenta, Ortega y Fernández nos han remitido a los grandes momentos de un arquetipo que ambos animaron durante casi tres meses, probablemente sin saberlo.

Me refiero al subgénero que el mundo del espectáculo americano denomina de "straight and the fool". En España lo llamarían "número del chico formal y el tontiloco", o lo que es lo mismo, número "del serio y el cómico" : Abbott y Costello; Dean Martin y Jerry Lewis. En nuestra esfera lingüística tuvimos a Tin Tan y Marcelo; Viruta y Capulina, Manolín y Chilinsky, Kiko y Beto.

Gracias a un involuntario refinamiento de la fórmula, Ortega y Fernández se las apañaron para alternarse en los roles, de modo tal que, en muchas ocasiones, no sabía uno qué esperar de ellos pues no estaba claro quién era el serio y quién era el cómico.

De ahí, paradójicamente, el éxito del número en su primera eufórica etapa, cuando el grueso de la teleudiencia llegó a pensar que Venezuela contaba al fin con dos perspicaces y acerados líderes de oposición.

Supongo que ellos dos también llegaron a pensarlo, algo que suele pasarle a muchas telecelebridades repentinas.

Seguramente ello fue la causa de su escalada de excentricidades: "¡ahora un cacerolazo en el Pico Bolívar!; ¡ahora una marcha de antorchas que empiece en Pdvsa Chuao y termine en la mesa del Auyantepui y que se vea desde el satélite de CNN!", etcétera.

Pero la sensación de que ha sido objeto de un fraude que hoy acusa la masa opositora sugiere dar una mirada más detenida a este programa que, medido por los raseros de la misma televisión comercial que ayudó a producirlo, no alcanzó a sostener suficientemente el fervor de la audiencia más allá de los cincuenta días y terminó desplazado por la propuesta que, sin estridencias pero con genuino tesón, ofrecía la Mesa de Negociaciones.

Consideremos la dupla "Ortega & Fernández" tan sólo como los sujetos –¿telegénicos? –que tanto entusiasmó a la facción de gerentes de la televisión comercial que, al parecer, ha logrado usurpar la dirección política de toda la oposición sin consultarla.

Lo primero que salta a la vista es que el compañero Ortega es seguramente la clase de persona que –para usar la expresión de Vladimir Nabokov– cuando lee a solas y en silencio no puede evitar mover los labios.

A la hora de la lectura dramatizada, el señor Fernández no lo hace mejor: un amigo mío, corresponsal español cuyo nombre mantengo en reserva para ponerlo a salvo de la jauría, comentó en el lobby del Meliá Caracas: "¡joder!, menudo lío están ustedes hechos cuando el sindicalista lee mejor que el patrono".

En descargo de Fernández, y ciñéndome sólo al lenguaje de las artes escénicas, hay que decir que su ordalía es la del extra, comparsa o figurante a quien, por muerte súbita del protagonista, arrojan a escena de un empellón un segundo después de haber subido el telón.

Al menos nadie nos dijo nunca que Fernández fuese el epítome del empresario schumpeteriano. Todos asumimos piadosamente que el pobre Fernández estaba ahí, tocando de oído, tan sólo como subrogado accidental de Carmona Estanga, el "pequeño gran hombre" a quien Penzini Fleury estuvo zalameramente llamando "presidente" durante semanas enteras, incluso cuando ya Carmona se había ido a Bogotá.

Pero a Carlos Ortega sí nos lo vendieron enérgicamente como a un Lech Walesa venezolano. "Un Lech Walesa venezolano". Interesante idea.

Esa idea implica la de que la actual CTV es comparable a la combativa central polaca "Solidarnosc" y que haber sido durante años el capo de Fedepetrol en tiempos de la Cuarta República equivale a haber luchado contra una dictadura comunista y alzarse a mano desnuda desde un astillero en Gdansk hasta la jefatura del gobierno polaco.

Casi lo único que los particulares como usted o yo tenemos para juzgar de estas cosas es un aparato receptor de televisión, lo que a todas luces es una pena, porque nuestra televisión (la comercial tanto como la del Gobierno) está entre las peores del planeta en cuanto a probidad informativa. Pero algo podremos inferir si, como lo vengo haciendo, atendemos a la expresión corporal.

En el Actor's Studio, la gran academia de actuación ante las cámaras que depuró la técnica de Stanislavsky, previenen a los actores noveles de no "indicar la emoción" con gestos, visajes, muecas y manoteos.

En el Actor's Studio favorecen, más bien, la técnica de dejar que la emoción te imbuya por completo, que los móviles provengan "del interior" y de un modo orgánico tal que la actuación llegue a ser algo imprevisto hasta para el mismo aspirante. Indicar la emoción con acusadas gesticulaciones es cosa de amateurs y refleja una profunda inseguridad del actor en su papel.

En el papel de "sindicalista duro", Lech Walesa no fruncía el ceño ni blandía el índice ni ponía cara de arrecho cagando: Walesa no tenía que impostar ser un sindicalista duro porque realmente era un sindicalista duro; no sé si me explico.

De ahí que la bonhomía de su bigotazo, su pipa y el pullover a cuadros tejido por su esposa añadieran dulzura y poder encantatorio a la gravedad e importancia que, de modo natural y verdadero, ocupaba Walesa en la política polaca de mediados de los ochenta.

En cambio, Carlos Ortega, en el papel del sindicalista duro de la cadena privada de las seis de la tarde, resulta apenas una artificialidad televisiva porque nunca ha sido un sindicalista duro "de verdad-verdad". Para irnos entendiendo: Ortega fue toda su vida un importante sindicalista adeco en tiempos de hegemonía adeca, algo que no te entrena para ser el líder constructor de un gran movimiento de oposición obrera.

Esto último hay que ganárselo y no es cosa que pueda decretarse en la gerencia general de un canal de noticias.

Sus debilidades en el papel de jefe de la oposición venezolana provienen, justamente, de ese inescapable hecho biográfico: nunca se vio en la necesidad de dirigir la construcción de movimiento opositor alguno en condiciones de adversidad política.

Era, sí, el jefe de una confederación de sindicatos petroleros en una época que los politólogos llamaron pomposamente "de conciliación de élites". Su rama industrial era la consentida del Estado patrono por excelencia y el suyo un oficio muelle: ser el jefe de los consentidos.

Ortega, pues, no es un duro. Es feo, es rudo en el hablar (adeco al fin), está acostumbrado a dar órdenes; pero nada de eso hace de él un duro verdadero. El papel de opositor duro es nuevo para él.

De allí que no tenga más remedio que impostar reciedumbre frunciendo el ceño y hablando golpeado.

De allí, también, el efecto cómico de sus bravatas inconducentes, sobre todo ahora cuando, sesenta días más tarde, luego de haber cambiado de consigna como de camisa, estamos desventajosamente a las puertas de una negociación que los "duros" como Ortega y Fernández calculadamente desestimaron siempre.

La idea detrás del paro convocado por ellos era la de una ingobernabilidad que desembocaría en un mitoló– gico pronunciamiento militar que jamás llegó.

Por eso, en octubre pasado, el militarismo de oposición veía en Gaviria un pelele de Chávez y en la Mesa de Negociación una comparsa, una trampa, una pérdida de tiempo o todo ello junto al mismo tiempo. Sonaba mejor contar con los "comacates".

Lo trágico de todo esto ha sido que el único pronunciamiento militar registrado fue el eructo de Acosta Carles.

Hoy sólo contamos con la Mesa de Negociación.

De allí que muchos en la masa opositora hayan dado al fin en pensar que es hora de que Ortega y Fernández, y todo lo que ambos representan, dejen definitivamente de pretender ser los jefes absolutos de un movimiento opositor tan vasto, tan complejo, y sobre todo, tan generoso como el venezolano.

Ortega y Fernández no son el tipo de "duro" que necesitamos en lo porvenir: este tipo de "duro" que insiste en los atajos, que ofrece lo imposible y crea falsas expectativas –" hallacas sin Chávez" –, sólo ha servido para atornillar mejor a Chávez.

En los ocho meses que fueron de abril a diciembre, y desde un impenetrable cogollo, estos duros han confiscado ya dos veces (en abril y diciembre) los formidables avances de la sociedad civil organizada en su lucha por la democracia.

Sólo han conseguido entregarle a Chávez el generalato de la FAN y precipitar la intervención definitiva de Pdvsa . Y han quebrado al país en el proceso.

¿Qué nuevo desastre espera la oposición para licenciarlos definitivamente?