Aquellos días de Abril

Jorge Arreaza

Aquel día Caracas oscureció. La tristeza, la incertidumbre, la violencia y el dolor se apoderaron de todos los corazones, de todos los pensamientos, de toda Venezuela. Cada instante de aquel día 11 desgarró las almas de millones de venezolanos de todas las tendencias, edades y creencias. En la noche, sin embargo, algunos celebraban con júbilo y satisfacción, mientras muchos lloraban a sus familiares, otros curaban sus heridas y millones veían desvanecerse en horas lo que durante muchos años fue esperanza y apenas comenzaba a hacerse realidad. El champagne se mezcló con el drama, con la sangre, con la traición, con la rabia, con la frustración.

Tras aquella turbulenta madrugada del 12, vino el silencio absoluto, intencional, alevoso de los medios y, forzosamente, del canal de televisión del Estado. Trataron de amordazar y vendarle los ojos a un pueblo insomne, confundido, extrañado y urgido de verdad. Para sorpresa de ellos, no lo lograron; por el contrario, el silencio los motivó, les hizo buscar la verdad tras las pantallas engañosas y las noticias de papel. En horas de la tarde, millones de mandíbulas de todos los sectores caían al suelo al presenciar aquel acto de proclamas autocráticas, firmas y abrazos de intereses bien articulados; una reunión de finos trajes, joyas, aplausos, puños cerrados y extensas risas y sonrisas. No conforme con ello, los jueces mediáticos sentenciaban a personajes públicos y algunos justicieros de la injusticia practicaban detenciones al mejor estilo hollywoodense.

Ni siquiera los que un día antes marchaban desafiantes (de este a este y después, por alguna descabellada razón, de este a oeste), podían un día después darle crédito al espectáculo circense de los eternos amos del valle secuestrando sus anhelos e intenciones. Pero la carpa reluciente comenzaba derrumbarse. En las calles el huracán de voces, gritos, lágrimas y reclamos de cientos de miles de personas, que sin convocatorias previas o medios azuzantes, se congregaban para rescatar lo que les pertenecía, hizo temblar de miedo a animadores, domadores, payasos y trapecistas. A las pocas horas, el circo abandonaba la ciudad huyendo en dos direcciones: hacia el este de la urbe o hacia el norte del continente. Su misión era guarecerse, tras el fracaso estrepitoso de su efímero espectáculo temían que sucediera lo que ellos en pocas horas llevaron a cabo: persecuciones, cárceles, retaliación, venganza, muerte.

De nuevo hubo algarabía, pero esta vez en las calles abarrotadas que no creían haber logrado su cometido en tan corto plazo. Frente a los televisores, la mayoría del país sentía el alivio de los justos. Hubo un discurso que no habló de odio, que no sugirió venganza, que se refirió a las lecciones que todos debían extraer de aquellos intensos días; un discurso que se convirtió en práctica, que no persiguió, que brindó segundas oportunidades, que creyó que la justicia se encargaría de los responsables, que ha seguido adelante, a pesar de que los actores del circo siguen insistiendo en nuevos y continuos espectáculos de terror.

El pueblo de ropas sencillas y el pueblo de los uniformes y las armas se conjugaron aquellos días de abril para hacer justicia, y regresaron a sus casas y cuarteles a descansar al fin, tras tres días de lucha incesante. Antes de colocarla en sus mesas de noche, la observaron, le quitaron los restos de polvo y sudor, sonrieron y volvieron a leer en su portada: Constitución de la República Bolivariana de Venezuela