Desnudos

Tulio Hernandez
28 de abril de 2002

Quince días después de la que será otra de nuestras fechas trágicas, el 12 de abril, una confusa gama de sentimientos, pero sobre todo una mezcla de dolor, desconcierto y culpa compartida, flota sobre el país. Los venezolanos, a pesar del paso de los días, aún no hemos tenido tiempo ni sosiego para entender el tamaño y las repercusiones futuras del anunciado choque de trenes que se escenificó en las cercanías del Palacio de Miraflores.

Apenas cinco días, los de la secuencia que va de la marcha de protesta antigubernamental y su baño de sangre final, hasta el sui generis golpe de Estado que le siguió y la recuperación del Gobierno, dos días después, por parte del presidente Hugo Chávez, han sido suficientes para que en el país se terminaran de correr celosos velos y de caer ligeros ropajes que nos impedían mirar con certeza algunos aspectos novedosos y trágicos de la sociedad venezolana contemporánea, de cuya existencia no nos terminábamos de percatar.

Pudiésemos recurrir a la imagen de que la Nación, atribulada y en crisis, se acostó por unos días en el diván del psicoanalista y, sin disimulo ni pudor, ha terminado por confesar una nueva lista de los fantasmas y patologías que la asedian pero no se atrevía a reconocer.

Son varias las cosas que hemos descubierto y, en algunos casos, verificado. En primer lugar, y ese es un dato clave para nuestro futuro, hemos comprobado que en el mundo civil venezolano existe un enclave –cuyo tamaño aún desconocemos– portador, si no de una ideología orgánica, al menos de una conducta inequívocamente ultraderechista, capaz de promover y emprender –y por suerte, fracasar en el empeño– una operación golpista similar, en esencia, a cualquiera de las que se han emprendido en América Latina, llámense sus jefes Videla o Pinochet. Verificamos, en las primeras de cambio, la naturaleza antidemocrática, autoritaria, ilegal y hasta criminal de un sector que, bajo la máscara demócrata, había venido participando, casi dirigiendo, el proceso de cuestionamiento y propuesta de sustitución del actual Gobierno. Verificamos también que ese grupo, para nada menor ni secundario, de representantes del alto empresariado venezolano –la plutobrutocracia, los ha bautizado acertadamente Teodoro Petkoff–, ha sido capaz de traicionar a sus propios compañeros de andanzas con tal de intentar “poner orden y rescatar las instituciones” y, sobre todo, violentar con la más flagrarte y grosera voluntad los sagrados principios de la Constitución Nacional que decían defender. En segundo lugar, constatamos, o tal vez terminamos de entender, que una parte nada despreciable de los venezolanos, tanto seguidores del Gobierno como de la oposición, han terminado por aceptar como normal y necesaria – por “naturalizar”, sería el término correcto– la presencia de decisiva de lo militar y de los militares en la toma de las grandes decisiones políticas del país. En un gesto que sorprendería a cualquier demócrata auténtico de otros tiempos, hoy en día el debate fundamental de la democracia venezolana ya no se centra en cómo hacer para impedir la intervención militar en la vida civil, sino en una suerte de ejercicio de cálculo para intentar predecir en qué forma se comportarán los altos mandos en la próxima jugada, que en este momento no es otra cosa que la ratificación o el derrocamiento del Presidente y su régimen. Y, en tercer lugar tal como lo puso en escenario Ibsen Martínez en su valiente articulo del sábado pasado, hemos comprobado que algo huele mal en los modos de actuar del sistema de radio y televisión venezolano.

Pero donde el “desnudo” nacional de los últimos días ha sido más contundente es en la comprobación de que somos, efectivamente, una sociedad atravesada por efervescentes sentimientos de odio, con una profunda tentación a ejercer la justicia por las manos propias y con un profundo desprecio por normas y preceptos legales y constitucionales. Del odio de los sectores populares hacia una élite y un stablishment a los que hacen responsables de su infortunio y exclusión, ya teníamos claras noticias desde el Caracazo, en 1989. El odio, convertido en mecanismo de presión política a través de la pugnacidad del Presidente y de las turbas bolivarianas, también lo habíamos visto actuar. Pero el otro odio, el que se ha ido incubando en las clases medias y altas opositoras, el que se expresó en los ataques a la Embajada cubana, en las agresiones a la casa de funcionarios del régimen provisoriamente caído, en los intentos de linchar a un ministro indeseable, en las agresiones físicas a personas en Cumbres de Curumo por el simple hecho de haber sido públicamente conocidas como seguidoras del actual régimen, nos hablan de un fenómeno aún más complejo, que no debemos minimizar.

A estas alturas, ya no vale la pena preguntarnos quién lanzó la primera piedra. Un bando puede atribuírsela al Gobierno y al discurso de Chávez, otro a la exclusión y al sufrimiento de una mayoría sometida por décadas a la pobreza y la carencia. Ambos pueden tener razón. Pero en el nivel actual de desarrollo del conflicto hay un sector social, el menos fanatizado del país, que me atrevo a suponer es mayoritario, que no se siente expresado ni en el autoritarismos del presidente Chávez ni en el de un sector de sus opositores, ni en Freddy Bernal ni en Pérez Recao –para utilizar dos íconos del odio–; y ese sector, independientemente de que apoye o se oponga a Chávez, reclama un nuevo tipo de actuar político en el que no tenga cabida ningún tipo de violencia, ya sea esta física, como la de los círculos bolivarianos, o simbólica, como la de ciertos conductores de programas de opinión.

Dos trenes, sin frenos y sin andenes, vienen desde hace tiempo a toda velocidad, uno frente al otro. Adentro van muchos pasajeros, más los millares que siempre caminan en las cercanías de la estación. Ya tuvieron un amago, pero hay que impedir el choque definitivo, sobre todo porque cada vez queda menos clara la legitimidad de sus conductores. Los pasajeros tenemos derecho a expresar qué y cómo queremos que ocurra, y eso no se puede hacer sólo en medio del frenesí de marchas y movilizaciones, o en el ejercicio en solitario del poder, sino en un verdadero acto de negociación y de respeto al orden constitucional, que es como se resuelven y se previenen las grandes tragedias políticas de las que tanto le ha costado a nuestros pueblos recuperarse. Uno de los trenes, el oficial, tiene en este momento la mayor responsabilidad: si no frena, no hay esperanza ni siquiera para él mismo. Al otro, al golpista conservador, tendremos que someterlo a un régimen de asepsia social y exigir que pague sus culpas como la han pagado, aunque sea en cómodas cuotas, todos los golpistas anteriores que la democracia venezolana, desde 1958 hasta hoy, ha sabido derrotar.