Tomado de la BitBlioteca

El Diario de Caracas, domingo 7 de julio de 1991

Puesto que me llamo Cabrujas que al fin y al cabo viene de catalanes en ruina, y no Guapuriche ni Camaguana como suelen llamarse los descendientes de la tribu arawaca, me quedaría muy mal a estas alturas ponerme a despotricar de la hispanidad original y de la conquista de América narrada como un acto imperialista y bochornoso. Por el contrario, en mi vida he elogiado excesivamente el pozole ni los anticuchos limeños ni los chilaquiles ni el casabe como sustituto del trigo, tal vez porque mis parientes estaban en ese ajo de la rapiña, las venas abiertas y bien pudo haber sido algún Cabrujas, de los renacentistas que se llevaron a España no sólo las pepitas o las naturalezas de Cubagua sino hasta el tobo de la basura y media docena de huevos de caimán para hacer asombro en Barcelona. Por lo tanto no es del caso escupir hacia arriba ni convocar el 12 de octubre, a un día de luto, de humillación nativa, como propone Fidel Castro a quien por lo visto se le olvida el lacón con grelos, o algunos resentidos de la Escuela de Sociología de la Universidad Central.

Pero esto de llamar, «encuentro de dos mundos» o «de dos culturas» a lo que mi maestra de primer grado, definía simple y francamente como descubrimiento y conquista, me parece una soberana idiotez o una joda divertida, a poco que uno piensa que ese «encuentro» no se ve ni existe por ninguna parte en la historia del continente, con la probable excepción de las misiones jesuitas en el Paraguay ni puede denominarse con semejante eufemismo la conducta de los marineros de la Santa María en 1492 ó la interpretación que tenía de la propiedad privada un desalmado como don Alonso de Bobadilla, a quien el diablo continúe asando en la sexta paila por petulante y mala persona.

Aquí, cinco siglos atrás, en lugar de «encuentro», una palabra que alberga acuerdo y entendimiento entre personas que se respetan, hubo topetazo, hubo zambombazo y sopapo, zurra o disciplinazo y si se desea un nombre bonito, para llenarnos la boca en Madrid cuando nos fajemos a hablar de la herencia y la síntesis y la monserga, deberíamos bautizar estas ceremonias con el nombre de «el cozaño de cultura y cuarto», mucho más legítimo y sobre todo, mucho más exacto a la hora de describir los sucesos de Rodrigo de Triana y sus herederos, a bordo de la carabela, cuando abrió los ojos en la madrugada y vio cocoteros.

Porque ahora nos está dando por recordar los quinientos años de semejante expropiación igual que si estuviéramos conmemorando el aniversario de un simposio artístico o de una educada reunión de ministros de Cultura dispuestos a intercambiar experiencias y detalles de tú con tú. La desgracia es que con Guanahaní no nos basta y por el contrario queremos que se nos descubra y se nos siga anunciando hasta el infinito, como una maldición genética, para ver si por fin un alma piadosa en el mundo se da cuenta de que existimos no solo como bípedos naturales, sino como consumidores de guacamole, como degustadores de chupe, como gente que hierve maíz y recita lo de la princesa triste y baila la cueca o el chipato salteño.

Juro que no tengo el menor resentimiento al escribirlo y aspiro a que no se tome como queja ante lo sucedido, en primer lugar porque las cuentas históricas caducan a los cien años so pena de volverse fanatismos y en segundo, porque mi pasado, mi existencia y mis deseos, venían en esa carabela, popa o proa, junto con los míos, porque soy extranjero ante los waraos y no los entiendo ni me arrebata la inocencia yanomami ni quiero convertir a los goajiros en el Safari Carabobo, como algunos antropólogos culturales.

Pero aquí no hemos terminado la etapa de exhibirnos y sentirnos raros, aquí todavía nos seguimos describiendo tal vez porque es la única manera de entendernos, aquí estamos deseosos y desesperados de que vuelvan de nuevo a descubrimos y en ese sentido los cuatro viajes del Almirante y los tres armatostes con los que zarpó desde Palos nos parecen en el fondo muy poca cosa si se les compara con las nuevas expectativas y el PSOE y el Mercado Común Europeo. Siempre han hecho falta más viajes y más asombros y más chigüires, a ver si remontamos el universo y los alemanes terminan por percatarse.

Porque después de todo, somos el único pueblo del planeta al que le sucedió tamaño dislate. Ciertamente Cook, en el siglo XVIII le echó un vistazo a Tahití y a Nueva Zelanda en nombre de la corona británica, pero los ingleses no consideran tan elevadas esas excursiones como para decretarlas día nacional ni hacerle homenaje a los maoríes. Las únicas personas que han sido descubiertas, realmente descubiertas en el sentido de destapadas, de sorprendidas, de pilladas, de reveladas, somos los sudamericanos y muy especialmente los venezolanos por nuestra condición de país norteño y playero. A nadie más lo han descubierto en este mundo, sino a nosotros por desprevenidos y pendejos. Marco Polo, no «descubrió» China, Marco Polo, visitó China, que es una cosa muy distinta. España, cuando era Iberia y hablaban a lo bestia, no fue descubierta por Roma. Fue conquistada por Roma, ultrajada por Roma, aplanada por Roma, pero no andaban Nerón o Tiberio jactándose de que los suyos habían «descubierto» a los españoles, que eran unos atrasados; ni mucho menos se le ocurriría decir a Andreotti, que los de Valladolid tienen un idioma, porque los romanos fueron y les enseñaron a decir papá en latín. Nadie descubrió a España. Nadie descubrió la India ni el África. Pero a nosotros sí. Y no sólo nos descubrieron, lo cual es ya bastante inri y da hasta pena, sino que encima de eso, se sabe que nos descubrieron prácticamente in franganti, un 12 de octubre de 1492, a las 6 y 45 de la mañana, cuando el de Triana nos cazó movidos en la segunda y cantó ¡Tierra! Antes no existíamos, que se sepa. El 8 de marzo de 1492, no existíamos como se dice ni para un remedio. El 26 de septiembre nadie sabía de nosotros ni es posible intuir lo que nos estaba sucediendo, que algo nos tendría que haber estado sucediendo. Es más, el 12 de octubre de 1492, a las cinco de la mañana, andábamos de lo más anónimos y sin historia ni cuento, hasta que tres cuartos de hora más tarde, nos ve el hombre en la canasta del mástil y se le ocurre decir con actitud nominalista: ¡Tierra!, porque de eso se trataba y de más nada. ¡Tierra! Ni siquiera un saludo, una cortesía del tipo, ¿qué tal amerindios?, ¿cómo andáis? ¡Aquí, hemos venido a visitaros y a ver vuestras guacamayas y a compartir vuestras chichas y vuestros mameyes!

Nada. ¡Tierra!

Uno tiene el derecho y hasta la imposible obligación de pensar que el Guapuriche de la playa, es decir, aquel aborigen que a lo mejor montaba guardia sobre alguna elevación de la arena, ha podido decir algo, ha podido gritar ¡Barco!, a fin de crear un dialoguillo con los andaluces. Pero la historia que contamos se narra de un solo lado, se escribe a bordo aunque se esté en tierra, y relata una visión unilateral que excluye, y no podía ser de otra manera, los días de los descubiertos, por incomprensibles, por carecer de norma y representatividad.

¿Podemos llamar a esto, el encuentro de dos mundos? Sólo por buena educación y en el ánimo de no andar recordando a Bobadilla.

Se dirá que pasado el asombro, si es que hubo asombro, porque a Colón se le nota de lo más natural en su diario, cuando relata lo buena gente que eran aquellos indios, hombres como Hernán Cortés admiraron las edificaciones aztecas y algunas que otras piedritas de colores. Ciertamente uno se imagina a Cortés sorprendido, y diciendo ¡joder! ante el piedrero de Teotihuacán, o a Pizarro que era más bruto, asombrado al contemplar las murallas del Cuzco. Pero de allí a un encuentro, a tú me das y yo te doy, hay mucha diferencia, porque si a ver vamos, yo estuve hace años con Román Chalbaud en Persépolis que es el Perú más lejos al que he llegado, y a ninguno de los dos, nos dio por encontrarnos ni por nada cultural con los iraníes. Viendo aquellos leones alados y aquellas inmensas cavidades practicadas sobre peñascos colosales, como no entendíamos nada de lo que estábamos presenciando, nos limitamos a exclamar ¡carajo!, que es nuestra versión de la guarrada de Cortés en Teotihuacán. Si eso es un encuentro cultural, entonces los elefantes abrevan en el río Guaire y el versito de Schiller en la Novena Sinfonía de Beethoven, todo un acierto.

A mí me parece que estas cosas las estamos haciendo para que Felipe González no se sienta culpable de algo de que el pobrecillo no tiene la culpa o para que el rey Juan Carlos nos visite a gusto y sin temor a una demanda de Guapuriche por daños y perjuicios étnicos. De lo contrario no le encuentro la razón, sobre todo si se toma en cuenta que no eran del CONAC español los tripulantes que desembarcaron en Guanahaní, o los pandilleros que se adentraron por la desembocadura del Orinoco, sino gente que tan pronto le vieron cara de bolsas a los nativos, que debieron tenerla hasta más no poder, decidieron que había llegado el ofertón del mes y que podían cambiar vidrios por saquitos de perlas o calzoncillos tiesos por monerías de oro, haciéndose los desinteresados.

Pero a medida que nos acercamos a los festejos y como últimamente andamos de lo más menguados, puesto que en Latinoamérica de tanto que nos ignoran hasta el imperialismo se ha acabado, empieza a invadimos el sueño del neodescubrimiento, la necesidad de que esa carabela vuelva a asomarse en el Mar Caribe, frente a cualquier playita costera. Y así, en la municipalidad donde me muevo, no conozco a nadie que no tenga un proyecto para 1992. Aquí, en el teatro, nos vamos a vestir de guahíbos desde enero hasta diciembre del próximo año, para terror de las costureras. Aquí se nos va a ir una fortuna en pelucas y toisones y gorgueras y calzas y dobladillos y majadericos, crespines y almenillas. Importar plumas a Venezuela, es, en este momento, un negocio que ríete de las parabólicas caseras o de la repontenciación de las carabinas, porque nuestros actores se aprestan al plumaje como tucanes pichones saliendo del nido. Yo presiento un año terrible de churriguerescos y góticos flamígeros y románicos y barrocos y platerescos, un año mudéjar y celtohispánico como jamás se vio en toda la historia. Aquí, el que no afine las ces en este encuentro bicultural, está perdido y sin rumbo. Me consta que hay por lo menos seis telenovelas en ciernes, donde se narra la historia de unos enamorados hispánicos que el franquismo arroja en 1947 a las costas de Venezuela y que sufren lo indecible durante la dictadura de Pérez Jiménez, sin referirme a innumerables versiones de la vida de Lope de Aguirre, de la historia de Francisco Fajardo y su madre, de Diego de Losada y de Garci González de Silva, y quién sabe si todo un ballet dedicado al cacique Guaicamacuare. Si es en materia de música, más de un Haendel nacional debe estar escribiendo La Cantata del Descubrimiento o el Oratorio Profano, Gutiérrez de la Peña en Macarapana, o La Dama de Quíbor, por no hablar de sonatinas, gavotas, tientos, diferencias y modos y homenajes a Soler o al padre Victoria o a Scarlatti ya no por italiano sino por adulante del rey de España.

Quien se va a quedar por ese camino un tanto opaco en el 92 es el Padre de la Patria, porque no está el aire como para estar recordando tanta independencia y tanto 1813.

Se dirá que cumplir quinientos años sigue siendo algo en la vida y contra ese argumento no tengo nada que alegar. Pero si uno rebusca en los libros, encontrará después de cierta paciencia que hay otras cosas que cumplen quinientos años en 1992, entre ellas el cepillo de dientes, tan importante, si a ver vamos, como el Descubrimiento de América. No se trata de ignorar la fecha ni de que se le impida a alguien disfrazarse de Colón y poner el pie en Macuto para que la gente vea y comente, pero aplazamos durante todo un año, suspendemos culturalmente en una temática de adelantados y frailes, dilucidar como vigoroso ejercicio intelectual si volvemos a adoptar el nombre de Hispanoamérica, en sustitución del más cosmopolita, Latinoamérica, homenajear a Bartolomé de las Casas por buena gente y pulir las bolas de hierro del Castillo de Puerto Cabello, es algo que no podemos permitimos, so pena de que vamos a llegar a ese octubre con una depresión que no te cuento.

De todas maneras, y como la calamidad es irremediable, me permito sugerir algunas prohibiciones, algunas vedas que deberíamos poner en marcha, a fin de que el asunto nos sea leve.

  1. Queda terminantemente prohibida la expresión «crisol de razas», para referirse al mestizaje nacional.
  2. Le cae la maldición de la tiña, al que intente analizar cuáles fueron los aportes del negro, del indio y del español en la constitución del pueblo venezolano.
  3. Idem con los portugueses.
  4. Será sometido a escarnio público quien defina en 1992 a la hallaca como un plato demostrativo del proceso de integración cultural.
  5. Ningún titular de la prensa, ningún espectáculo, ni ninguna declaración deberá usar el nombre de «tierra de gracia», para referirse a Venezuela.
  6. Se limita a un máximo de tres por espectáculo, el número de guayucos que podrán ser contemplados en los escenarios del país.
  7. Se declara el año de 1992, como año de veda del madroño.
  8. Se le exige al ciudadano presidente de la República no referirse en ninguno de sus discursos a la Carta de Jamaica de Simón Bolívar.
  9. Se conmina al profesor Díaz Seijas a no escribir ningún artículo sobre la Leyenda Negra y la Leyenda Dorada, no vaya a echarse a perder el sismógrafo.
  10. No quiero ver a Cristóbal Colón, vestido de sota en el Teresa Carreño.

Y tal vez así, nos sea leve.




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